Diario de trabajo: sobre la puntualidad

El despertador sonó cuando debía; lo apagué pidiendo tregua, como siempre. Y como siempre, desperté a unos minutos de la hora límite en que tengo que estar cruzando la puerta del trabajo. Nada sabe bien después de eso. La angustia, por muy leve que sea, es como la capa de pasta de dientes que vuelve impaladeable el café en la mañana. Y es una angustia espuria: no estoy en realidad preocupado por la hora de llegada: estoy preocupado por el mal mayor, por el genérico que gobierna esta particularidad. Me incomoda la puntualidad.

La puntualidad es una más de las variaciones del tema del caracter, un tema anodino si los hay. Resulta que, amen de la observancia de las reglas de uso del caracter, uno está obligado a convertirse en mejor persona con el paso de los días, y a sacrificar los ratos de ocio en tal empeño. La puntualidad, dicen, no es sólo una gracia personal, es en realidad una deferencia con el otro, con el prójimo: Sé que tu tiempo es importante y por eso me salgo de la regadera a media enjabonada, reconozco que eres valiosa y por eso no cruzo sin mirar las avenidas, todo sea por llegar a tiempo a nuestra cita. No estoy convencido de esta caracterización de la puntualidad como un regalo personal e íntimo. Creo, en todo caso, que la obligación de ser puntuales es uno de esos temerosos llamados al orden, que ocultan más de lo que muestran. No es sólo que uno muestre su obediencia al cumplir con las cotas del horario; en realidad lo que mostramos es que somos animales inofensivos.

La impuntualidad, al contrario de lo que nos dicen los manuales no escritos de conducta, es lo verdaderamente edificante. Si algo apuntala nuestra entereza y nuestro sentido ético, es la capacidad de procrastinar pasado el límite de tiempo, despilfarar segundos en ausencias sin sentido: es en la absoluta desidia en donde encontramos nuestra verdadera medida como seres humanos. La obligatoriedad de los actos con sentido, de las expresiones de mesura y recato, de la infinita deferencia con el prójimo han sido regla desde hace tanto tiempo que han terminado por no decirnos nada. Dicen que somos inofensivos, que no hay filo en nuestros actos y que permaneceremos atados al caracter más rancio de todos. Porque el caracter, como lo dijo quien fundó los Boy Scouts y generaciones de conscriptos en la Legión Extranjera, se forja en lo salvaje, en los extremos. Y nada menos extremo que la precisa aceptación de que el tiempo es oro, y que por respeto a los demás hay que llegar a tiempo. Lo salvaje en estos tiempos, si acaso, está en el desierto de minutos largos que se extiende al dejar atrás la hora pactada.

Llegué tarde al trabajo y pasó poco. Salvo unas cuantas miradas de reproche de quienes sí cumplieron con el horario estipulado y atravesaron el umbral antes de las nueve y cuarto, y algunos comentarios socarrones que pretenden atizar la culpa, hasta ahora no ha pasado nada.

A plazos

Parece que postear se ha convertido en lo mismo que la compra de un refrigerador: a plazos nunca regulares ni puntuales. Y como quien maldice su deuda pero tampoco puede lanzar el refrigerador por la ventana, me veo obligado a cubrir mi cuota cuando sea que haya capital para hacerlo.