Jueves

[Como sucede algunas veces con los poco diestros y los descuidados, perdí lo que había escrito para subir al blog en un sorpresivo reinicio de mi computadora. Como un hurto, fui a comer y al volver, esta PC de la edad del celular sin internet anunciaba -arriesgo que hasta con cierto orgullo- haber realizado ella sola un reinicio para instalar componentes «de extrema importancia para la seguridad de este equipo». Tan oronda que hasta habla de sí misma en tercera persona, pensé. Y refunfuñando intenté restaurar todos los cachés, buscar copias de seguridad, pero todo fue en vano. El fantasma de lo que se perdió, como la memoria de un hijo muerto, azolará este post.]

 

1.

Corrió el rumor que ayer estaría en la radio. Lo difundí yo. Y el rumor ahora es que me hice adicto, que mis necedades y mi falta de habilidad está compensada por el entusiasmo –el entusiasmo, quizá, tiene su origen en alguna compensación.

Corre el rumor que volveré a estar en la radio.

 

2.

Veo beisbol por las noches. Lo veo en mi computadora: compré el paquete que ofrece el stream y el archivo de los más de dos mil juegos que una temporada pone a disposición de sus espectadores. Mi concentración, sobra decirlo, sufre. Diligentemente, como si ahí se me lo hubieran encargado en la oficina, veo el juego de mi equipo favorito –los Piratas de Pittsburgh.

Los Piratas de Pittsburgh son un equipo famoso por ser pésimo. O dicho con más precisión: la fama de mi equipo favorito está en que ha tenido 19 temporadas con más juegos perdidos que ganados. Seguidos, 19 años sin interrupción han perdido más juegos, han estado debajo del .500. Para decirlo con más precisión, cada temporada tiene 162 juegos, y durante 19 años han perdido, diligentemente, más juegos de los que logran ganar. Ese es mi equipo favorito. Empezó siendo mi equipo favorito cuando ganaban juegos, cuando eran competitivos, -qué necesidad esta de afanarse a un equipo del que uno recibía noticias esporádicas y de vez en cuando cachaba algún partido en la prodigiosa «antena parabólica» de mi casa. La última temporada ganadora de los Piratas coincidió, creo, con mi primera novia allá en los años crueles del inicio de la secundaria.

Hasta ahora. Están, este año, coqueteando con romper la inercia. «Arrancar el espejo retrovisor», dijo el manager, un hombre de nariz chilerrellenuda y mofletes hinchados de chicle. A falta de poco menos de 50 juegos, llevan +11 (+12, si logran ganarle a los Dodgers hoy). Todo esto da lo mismo. O más bien, me importa a mí. Y a los aficionados. Y ni siquiera es el punto de esto.

El punto de esta «Mediocridad iridiscente» era la viscosa materia de la que se componen nuestra compasión. Una compasión sencilla, banal pues. Ni siquiera estoy seguro que califique como compasión.

Lunes

1.

Como si fuera una fiebre o un compromiso, escribí un nuevo texto acerca de comida. Esta vez, en más de un sentido, aunque no en el más importante, es un punto diametralmente opuesto al texto anterior. Una Mediocridad iridiscente más, cortesía de su servidor.

La señorita con el tatuaje chino en el antebrazo aclaró mi duda: Clemole. Escrito como está en el pizarrón que cubre una de las paredes más bien parece una errata. O una abreviatura junto a platillos como «carne de c/ en salsa roja».o «pollo emp. con frijoles». Pero no. Clemole, dice la señorita y me explica que es «como un mole, con sus verduras y su carne, pero con salsa verde». Jamás lo había escuchado mentar. Me pareció un invento local, una floritura de cocinero, pero eso solo revela una vez más la extensión de mi incultura.

La comida corrida es el soldado de a pie en el ejército de los establecimientos gastronómicos: multitudes de ellas, esparcidas por todo el frente, equipadas con armamento magro, algunas veces en estado dudoso de cuidado, entusiastas, utilitarias, desmoralizadas, y por momentos, heroicas. Los establecimientos parecen compartir ciertos rasgos: el espagueti cremoso, el queso blanco que es casi una rayadura de plástico, el arroz enrojecido con jitomate y la gelatina en cuadritos. Las aguas coloridas de frutas sospechosamente fuera de temporada, en jarras de plástico o de cristal, y el diligente salero curvilíneo que se atasca sin importar el entusiasmo con el que lo agitemos.

Héroes no cantados, las comidas corridas, de pronto alojan entre sus menús algún platillo memorable. No por lo complejo de su elaboración o por lo preciso de sus gustos: más bien por la sorpresa de lo inarmónico, por lo insospechado, por lo efímero. Y es que ese es el punto de todo esto: lo efímero.

En la comida corrida cercana a la oficina –entre los patronos se debate el nombre real sin que versión alguna se imponga–, por ejemplo, cocinaron hoy al medio día un clemole de locura. Esta delicia en plato de barro es, hay que decirlo sin afectaciones, irrepetible. Probablemente a la persona que cortó los ejotes en trozos significativos o quien seccionó las calabacitas con la suficiente sustancia para absorber el caldo y no perder la consistencia, no volverá a tener la paciencia, la inspiración que tuvo hoy. Los trozos de carne que agraciaban este plato tenían el suficiente acompañamiento de grasa como para teñir el picor de la salsa verde de esa amargura cauterizante que todo pellejito esparce sobre la lengua. Pero mañana, o cuando decidan volver a este platillo, lo más probable es que esté seca y correosa y sin esa laxitud casi erótica con la que los pedazos permitían ser cortados por la cuchara.

Es decir, que la comida corrida es una obra siempre en desaparición. Es imposible pretender que la siguiente ida será memorable, repetible. Es más bien fugaz, su sabrosura. La comida corrida inaugura una paradoja: es el más utilitario de los establecimientos, y el menos industrializable. Esos imperios de la modestia para seguirlo siendo, tendrán que apostar por crear obras maestras desconocidas.

La señorita con el tatuaje chino en el antebrazo no regresó a preguntarme qué me pareció el clemole. Sin duda le habría dicho: irrepetible.

Jueves

1.

El despertador, esa guillotina.

Dormir con la luz prendida es costumbre de atemorizados y de insomnes. Sea que la lámpara ataje cualquier pesadilla, o que el imperfecto descanso nos sorprenda sin poder apagarla, amanecemos mareados de tanto resplandor. Alguien, supongo que mi abuela o mi madre, me explicaron que la luz cancela toda cualidad tonificante del sueño; pésima práctica, reprochaban, y más te vale descontinuarla. Si no lo he hecho no ha sido por asumirme irreverente o por afirmar mi independencia. En todo caso, soy tanto un atemorizado como un insomne y eso solo hace que el buró sea el lugar favorito del gato, siempre entibiado por el foco de cuarenta watts.

Amanecí mareado de tanto resplandor. Y aturdido por el zumbido infernal del despertador. Más que un reloj de manecillas y sus sacudidas percusivas, lo que tengo es la alarma del teléfono celular. He pasado por siete u ocho tonos, y hasta ahora ninguno aminora el madrazo. Todos son monstruosos. Finalmente, despertar es monstruoso y no hay por qué seguir quejándose.

El despertador, sin embargo, me parece que esconde algo: es desleal. Hay una promesa falsa en el despertador, y malicia. Es el instrumento de la traición autoinfligida. Con sus silbidos digitales, es la guillotina a la que entrego el cuerpo dormido: todas las mañanas, cae la navaja y uno se activa, espasmódico, indignado, inconsciente, como dicen que le sucedió a la guillotinada asesina de Marat.

 

2.

Miércoles

1.

Ayer la hueva fue sorprendente. Era tan pertinaz como un cuadro depresivo; no había manera de sacudirla, todos los esfuerzos eran vanos, la pretención de que «un esfuerzo» sería suficiente para disiparla era irrisoria y tonta. Ayer fue la hueva.

Hoy, si el plan es identificarlo así, es el entusiasmo bobo. Y aquí se inicia ese deslizamiento peligrosísimo de las preguntas sinceras y simplonas que planteamos en silencio y evaluamos al tiempo que perdemos el foco y los ojos se hacen los de una estatua: ¿será que todo entusiasmo es bobo?

Pienso en entusiasmo e imagino un cachorro que se mea.

Este entusiasmo bobo puede ser simplemente un dolor reflejo de la disenteria que supongo que la comida de hoy me dará. Una carne horrenda, tan solo neutralizado el golpe de ese bocado por el trago de cerveza. Tal vez el entusiasmo bobo sea simplemente un daño colateral por haber podido leer ininterrumpido durante todo el trayecto en pesero hacia la chamba.

Pienso en entusiasmo e imagino un video que compila caídas y tropiezos de viejecillos en pantalones cortos.

 

2.

 

3.

Así como hay gente que, admirable y tenaz, escribió sobre The Dark Night Rises sin intimidarse por la cantidad de publicaciones previas, asi creo que empezaré, con toda tenacidad, aunque intimidado —una mediocridad iridisciente— a escribir sobre los deportes olímpicos.

Martes

1.

Hay tardes en las que más valdria haberse tirado al piso en la banqueta y esperar a que la pereza abandone el organismo. Como con una gripa, pero más repentino y más inapelable. Tal vez, se me ocurre ahora, así es como nacen los vagabundos: un buen día deciden que es insoportable la pereza y, saliendo de comprar el café, o nomás unos pasos fuera de la oficina, deciden tumbarse contra la pared. Estiran las piernas, relajan los músculos lumbares y dan la bienvenida al cochambre y al abandono. Qué envidia la hierba de banqueta o el desgarbado andar de una envoltura de plástico: hay días que dan ganas de tirarse al hedonismo de un camellón con basura. Hay días, como Ribeyro, que debo concluir que «soy un hedonista frustrado».

Pero no.

Regreso a la oficina, reclino el asiento, bebo otro café más. Magnifico en mi imaginación sus propiedades estimulantes. Lucho contra los bostezos. Parpadeo. Bostezo. Pienso que pensar en mantenerme despierto lo hace todo más difícil. Imagino dormir en el escritorio. Imagino dormir en mi cama. Imagino que en este instante hay millones de personas tomando una siesta. Imagino a miles de vagabundos recargados contra las paredes, desparramados en las banquetas. Imagino su peste. Imagino que estarán perdiendo la razón. Bostezo. Parpadeo. Seco las lágrimas que, por razones misteriosas salen con cada bostezo. Lucho contra los bostezos. Escucho los ruidos de oficina para encontrar alguno que atice el ánimo.

 

2.

El sonido que hacen los insectos al medio día en un campo. Ese ruido blanco de la naturaleza. El sonio que hacen los insectos en la noche. Ese ruido blanco de la naturaleza.

 

3.

Jueves

1.

Cenamos en Merotoro. Tenía varios meses postergando la ida. Escribí otra mediocridad iridiscente.

2.

Ayer, fuimos dandys. Utilizamos todos los cubiertos de la mesa, agotamos la blancura de la servilleta, hicimos gestos con las manos antes que hablar con la boca llena. El menú, en cuatro tiempos, atragantaba ya de por sí el entendimiento: ¿pulpos con morcilla? ¿risotto con tuétano? ¿Mero con chorizo? Ayer optamos por ser dandys moderados y pedimos cervezas y brindamos con ironía, y miramos a nuestro alrededor: oficinistas a los que no se puede clasificar de oficinistas, oficinistas que son jefes de los verdaderos oficinistas, algunas parejas, un par de «cenas con los suegros».

El crítico, propongo como idea y supongo a falta de conocimientos, es su vocabulario. Al crítico lo compone su lenguaje, más que a ningún otro. Por ello, nada más lejano de mí que la posibilidad de ser crítico gastronómico. Lo que sigue son las masticaciones entrelazadas con referencias a otros ámbitos de un comensal entusiasmado.

La presentación de los platillos, dice alguien que no visita restaurantes preocupados por estas cosas, me parece, ya caída en un ciclo de repeticiones: como la literatura que se presume experimental, los tropos se reciclan, se acumulan, se reacomodan. Resulta que hay que comenzar con un signo de puntuación, renunciar a las mayúsculas, desordenar la caja tipográfica, interrumpir palabras, cambiar niveles de lectura, abrirse a dos o tres o cuatro columnas. Todas formas «experimentales» respetables, todas vistas, todas predecibles. Así, la presentación: ya vista, decente, apetitosa, diáfana: es decir, los elementos que más tarde se mezclarán en la boca están a la vista. No sé si eso sea un dato relevante: me pareció fundamental: las alcachofitas y los trocitos de chorizo ahí, sugeridos pero también señalados sobre el plato, para luego recobrarlos en el paladar y reconocer qué y cómo hacen eso que hacen.

Y justamente, dentro del paladar, qué espectáculo.

Cada cosa sabe, no sé si a lo que debe saber, pero sí a lo que uno imagina que un pescado apetitoso debe saber. Los platillos pues, colman la ilusión, lo imaginario. El pescado, por ejemplo, estaba condimentado al punto de parecer tan natural, tan elemental cada rodaja de rábano, cada hierba fina, que parecería que su hábitat natural fuera una plancha y un plato de losa blanca. El contraste entre el puré sobre el que descansa el filete y los gránulos de chorizo esparcidos por ahí parece remedar el jaloneo entre el bien y el mal en la conciencia de un personaje literario: como un Raskolnikov a la parrilla, el filete se debate entre dejarse dominar por el tono suave, ácido, fresco del puré, o renunciar a todo y permitir que la autoridad del sabor del embutido sea quien domine todo. Al final, se impone esa justicia ficticia, esa justicia imaginaria en la que todos están satisfechos, aunque sea por el momento que dura el bocado. Y un trago a la cerveza.

El postre, un platillo tradicional italiano con cerezas y ciruelas es lo más parecido a asestarle un mordizco pleno a un arbusto delicioso.

Ayer fuimos dandys y hoy pensamos que podemos volver a serlo.

(la foto es de @patynietog)

Miércoles

1.

Mediocridades iridiscentes. Así quiero que se llame mi columna, hipotética, en algún medio impreso.  Mediocridades iridiscientes.

2.

Esta es una de mis Mediocridades iridiscientes:

***

A estas alturas, tenerle miedo a las películas de terror es casi kitsch. Pura afectación; una excentricidad; idéntico a aderezar con catsup una quesadilla. Es de gente decente gustar de una buena película de fantasmas inquietos, asesinos seriales o monstruosidades en CGI. Al igual que declinar subirse a un juego mecánico o preferir una soda en lugar de una michelada cubana, no entrarle a los sustos en la pantalla grande provoca arqueos de cejas y murmuraciones. Aún así, ya lo dice el divo de Linares: digan lo que digan, yo no veo películas de terror. Les tengo miedo, punto. O por lo menos eso he creído todo este tiempo, desde, lo recuerdo como si fuera ayer, una exhibición de Aracnophobia en los canales de la antena parabólica alguna noche en la provincia mexicana. Pasmo y sudor frío, pesadillas y la mente enfebrecida viendo arañas en cada resquicio. Durante meses dormía mal y poco. Me deshizo. Y esa, propiamente dicho, no era una película de miedo. Pero ahí estaba yo, el pulso trepidante y el estómago revuelto, obligado a hacerle frente a una verdad en medio de tanta araña asesina: la valentía no era para mí.

El avance de los Chernobyl Diaries muestra una secuencia atenazadora y canija: de noche, en medio de las ruinas de la ciudad abandonada, los protagonistas ven a una niña pequeña, parada de espaldas que no responde cuando le hablan. Se le acercan y ella no voltea. Por semanas traje en la cabeza esos segundos: noche, protagonistas, música, niña, llamados, niña, avance, niña, silencio, niña, noche, protagonistas… Y seguía ahí, como la niña, cuando se apagaron las luces y apareció en todo su ominoso esplendor: Chernobyl Diaries. Sin bravado ni aspavientos externos –por dentro, he de decirlo, celebraba como un jugador samoano de rugby–, estaba acomodado en el asiento como si hiciera eso cada semana. Junto a mí, la chica que me gusta me miraba con sorna: ella está al tanto de mi padecimiento. .

El decano de la literatura de este género, Stephen King escribe que entre las razones para continuar deseando asistir a este tipo de películas –su tipo de películas– está la obvia: la exhalación de gusto que resulta de saber que fuimos capaces de vencer el desafío evidente. Otra, quizá la más interesante, es la de desencadenar nuestra morbidez; sirven para sacar a pasear al Jason interior, darle recreo por ciento veinte minutos y con ello impedir que use la sierra eléctrica y el hacha contra uno nosotros. Empatía, hacer click, por interpósita persona, aterrorizar a nuestro superyó, ese tirano. Si esta apreciación es verdadera –y no seré yo quien ponga una zancadilla al llamado «maestro del terror»– entonces, soy un vil colaboracionista con mi propio capataz: no sólo no me rebelo simbólicamente, sino cuido de que no se me asuste el patrón.

Gran parte de los ochenta y seis minutos que dura Chernobyl Diaries, los pasé intentando adivinar por donde vendrían los sustitos: esas versiones actualizadas y cada vez más complejas de salir de la oscuridad gritando, «¡Bu!». Insisto: tengo tan poca familiaridad con los tropos del cine de terror que cualquier close up era un amago de sorpresa, toda toma abierta una señal de alarma. Los otros minutos no ocupados en prevenir el brinco y el grito involuntario los ocupé esforzándome por pensar en otras cosas. Como un algoritmo de búsqueda, escaneaba mi memoria en pos de alguna agarradera. Pasé de pensar que hay un negocio en la película de horror sobre el abandono de la ciudad de México –un Chernóbil colonial–, a recordar que siempre he querido leer completo lo que Alfonso Reyes y Martín Luis Guzmán escribieron sobre cine bajo el pseudónimo de «Fósforo». Pensé en ese casi tuit escrito en 1915 que dice que el cine «tiene todos los defectos y las excelencias de una promesa» mientras veía de nuevo la escena que me atormentó en el avance: (noche, niña, silencio…). Luego, mientras los protagonistas sufrían un revés más a su fortuna, ya casi al final recordé un verso de la antología de poesía de Fabián Casas: «A las cosas no les importan los mortales». Extrañamente apropiada, me pareció, dado que de nuevo algún rechinido hacía que ellos en la pantalla y yo en mi asiento, atragantáramos otro grito.